08 abril 2005

La uve de tu cuello (2)

Hoy la uve estaba quieta y matizada. La piel había formado pliegues a su alrededor y las cuerdas ya no estaban tensas. Se parecían más a dos cintas viejas a las que les faltara una buena sesión de plancha. Aún así, para Diego, su madre seguía siendo la mujer más guapa del mundo. No entendía que hubiera alguien que dijera lo contrario. Ni cómo su padre fue capaz de dejarla pasados los cuarenta. Una separación que vivió mientras terminaba su carrera en Bergen y que fue el origen de los trabajos que, luego, le valdrían una beca.

Aunque, en realidad, aquello no había menoscabado la fortaleza de ninguno de los dos. Ni Diego guardaba rencor por la decisión paterna. En el fondo, los había unido. Por una vez, ambos se habían hablado como adultos y se habían dicho lo que, de verdad, pensaban. Fue entonces cuando Diego le confesó lo que sentía. O mejor dicho, lo que no sentía. Su falta de admiración. Que no podía verle más allá del hombre gris, siempre en segundo plano, que se perdía todos sus cumpleaños. Que llegó a odiarle cuando no se presentaba en los partidos de futbito como todos los padres. Y que maldijo cuando, en vez de darle un abrazo el día que se marchó a estudiar fuera, le echó una mano con las maletas.

A partir de ahí, crearon un nuevo edificio donde verse. Lo llenaron de ventanas, cristales y espejos. Un espacio diáfano donde no había quicios en las puertas porque no había un solo muro. Y, poco a poco, fueron llenaron las habitaciones con los muebles que rescataron de la mudanza. Y guardaron en un viejo buró el álbum de fotos conjunto que nunca tuvieron y los abrazos que se llevó el viento. Diego ganó un amigo y su padre borró las ojeras malvas de su rostro.

Las mismas que habían regresado hoy bajo sus ojos pardos, húmedos de sal. Diego puso la mano sobre el hombro derrumbado y se sentó a su lado. A pesar de todo, aquel hombre que había decido dejar a su mujer tras media vida juntos no lo hizo por que no la quisiera. Lo hizo porque no supo ganarse a su hijo, ni merecía la lealtad de su esposa. Porque la engañaba cada día al levantarse cuando borraba su rostro al besarla. Y todas las noches cuando pensaba en otro cuerpo y acariciaba sus senos. Nunca le fue infiel de facto, pero todos los días, olvidaba su nombre al cruzar el umbral de la puerta.

(to be continued)

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Sublime. Eres una artista, no es la primera vez que te lo digo. También sabes que me llegaste con tus Besos. ¿Para cuándo otro post así? ¿Lo harás por mi? Yo lo haría por ti...besos.

Munchausen dijo...

¡Hey! Yo también quiero uno. ¿Hay una lista de espera?

mc clellan dijo...

Paciencia, compañeros. Todo se andará... Esto es como hacer el camino de Santiago, hay que ir pasito a pasito. Musus

Anónimo dijo...

no presioneis tanto a la genio... por cierto, pocholo, ¿porque no te animas a hacer tu un blog? asi podremos ver, seguro, más cosas SUBLIMES, como en el blog de Ratonov. Besitos para todos

Anónimo dijo...

McLellan tiene un don. El don de interpretar el mundo con el prisma del recién nacido que explora un entorno desconocido para él. Es capaz de redescubrirnos las pequeñas cosas que hacen grande nuestra existencia y que para el resto de los seres humanos pasan desapercibidas. Pero, además, tiene la destreza de juntar las palabras exactas para contarlo. Eco dijo una vez, preguntado sobre sus mecanismos literarios -a raíz de El Nombre de la Rosa, que para escribir una novela "se crea un mundo y después se amuebla". Sinceramente, McLellan es una excelente 'decoradora'.
Ahí va mi beso.

Anónimo dijo...

Un escritor francés dijo una vez que ajustar cuentas con la vida era ajustar cuentas con los recuerdos. Yo creía que existe un balance imposible entre lo que el olvido se lleva y lo que nos queda de él. Pero gracias a McLellan me he dado cuenta de que los recuerdos son el único tesoro que nos llevamos cuando morímos. "Un enano sobre los hombros de un gigante es el más alto de los dos". Gracias por ser mi gigante, McLellan.

mc clellan dijo...

Nunca he sabido que se dice en estos casos... Gracias, pero esto se gesta porque os conocí. No tengo más mérito que el de una esponja. Sólo que yo encontré el agua y no me quedé al borde de la bañera hace un par de años. Un beso para vosotros por estar siempre ahí.

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