24 mayo 2006

Boca de fresa

No puede decir que se enamoró al verla. No fue un flechazo. Y tampoco habían hablado tanto como para decir que eran amigos cuando se dio cuenta de que lo estaba. Es más, si le hubieran preguntado no hubiese podido definirla en positivo. No era como Natalie Portman, por mucho que sus mohínes le hicieran parecer una niña. Tampoco andaba como la Miller, aunque algo de felino sí tenían sus movimientos rápidos y discretos. Ni siquiera tenía una sonrisa resplandeciente, como la de Julia Roberts; lo más en que se parecían era en su carcajada franca, aunque poco frecuente.

El caso es que se había enamorado de una ardilla que pasaba de puntillas por la vida… ¿Por qué? No lo sabía. ¿Cómo? No tenía idea. Lo único de lo que sí estaba seguro es de cuándo pasó. Sabía el momento exacto en que dejó de pensar en sus movimientos para anticipar los de ella. Y no fue hace mucho. Fue uno de esos días de finales de abril en los que el sol ya ha mudado la piel y vuelve más diáfanas las cosas que envuelve.

Ella estaba sentada en una silla en su balcón, con los pies subidos en la primera baranda y las piernas flexionadas. Los tobillos rozaban sus muslos, y su cuerpo dibujaba un cuatro. A su lado, sobre la mesa de forja, estaban el periódico del día, un libro, un par de cedés y una maceta sembrada de pensamientos. Debían de ser cerca de las seis. La mano izquierda abrazaba un cuenco amarillo repleto de fresas.

Introdujo su mano derecha y extrajo una: pequeña y redondeada. Por supuesto, sin hojas. Se la acercó a la boca y desapareció entre sus labios. Apenas unos segundos después sus mandíbulas comenzaron a abrirse y a cerrarse con suavidad: una explosión de agua inundó su boca y las pepitas crujieron entre sus muelas. De nuevo su mano derecha hurgó en la ponchera. Esta vez con más pericia.

Consiguió otra fresa, menos roja que la anterior, aunque más grande y en forma de corazón. También despareció. Y así otra y otra. Ya no había batalla al borde del platillo. La guerra se había desplazado a los labios. A los de ella, porque el jugo de las fresas amenazaba con salirse para dibujar su barbilla y acariciarle el cuello hasta morir en la camiseta de algodón. Y a los de él, que se los mordía insistentemente, como si con ello se comiera el tiempo que perdía y el espacio que los separaba.

Se acabaron. El cuenco se quedó vacío, tan solo un líquido rosáceo reposaba en su fondo. Desperezó sus piernas, se levantó sin soltar el recipiente y se limpió la boca delicadamente con el torso de la mano. Dio media vuelta y entró en la casa, dándole la espalda. Suspiró. Sonó el teléfono y él también se metió en la suya. Un autobús rojo pasó por la calle que separaba ambos edificios y el viento abrió el libro de la mesa de forja.

“(…)Esperar. La mayor parte del tiempo hay que esperar. Esperar el momento del atraco. Esperar que se les vayan las fiebres de buscarte. Esperar para mover la plata… El tiempo es algo agotador, una batalla perdida, como en la cárcel, te preguntás cómo llenar el tiempo. Con el cuerpo no contás: no podés coger, no podés llorar. Te vigilan, te están encima. Te queda la cabeza, no más. Y pensás, boludeces, pero pensás.

Si tuviera que explicar todo lo que pasé estando preso, tardaría tanto tiempo como el que estuve adentro. Te imaginás cosas. Imaginás lo que perdiste, lo que queda afuera cuando suspendiste tu vida; un robo, paso a paso, una y mil veces, como una película; la construcción de una casa, ladrillo por ladrillo; una mujer, los detalles del encuentro, palabras, movimientos, colores…

Vivís en la cabeza. Te convertís en eso, una cabeza, un cráneo. En la cárcel me hice puto, drogadicto, timbero, peronista… Aprendía a pelear a traición, a jugar al ajedrez, a partirle la cara de un cabezazo al que te mira mal, a armar figuritas con el papel plateado de los cigarrillos, a coger de parado, a perderme en un libro y casi no volver… Y seguí construyendo casas en mi cabeza… para dinamitarlas (…)”

7 comentarios:

Gonzalo dijo...

Me gustan los pensamientos, aunque no tanto las macetas; me gustan las fresas, aunque prefiero la fruta que se puede comer directamente del árbol... Es una de mis pocas concesiones al mundo rural. No sé, manías de un urbanita. Y me gusta comer la fruta sin lavarla ni pelarla. Ya sabes: lo que la lava el agua, difícilmente mata. Tengo el cerebro como un queso de Gruyère: estoy leyendo a Philip Roth y sólo tengo ganas de invadir Polonia.

Anónimo dijo...

no podia faltar plata quemada, claro. me han entrado ganas de comer fresas.

Poledra dijo...

Hija, me ha entrado gula, gula de fresas, de libros y de balcones...

DINOBAT dijo...

Hola que tal?, interesante el blog, pasaré a visitar!, nos leemos, saludos,



JD

hack de man dijo...

¿Es una chica-ardilla?

mc clellan dijo...

Más o menos. Al fin y al cabo estaba en la terraza de un sexto. ;)

tierragramas dijo...

muy bueno tu relato.
Tiene un ritmo espectacular.

Saludos!

A ver si revisas mis relatos.

bye

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