19 febrero 2007

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Hacía mucho tiempo que no veía la ciudad y había cambiado al mismo ritmo que yo. Me parecía increíble. A pesar de la pátina de acero y cristal, la lluvia que cae siempre en el invierno de Bilbao me devolvía la misma imagen que esculpió en mi recuerdo durante meses cuando me marché. Desde el autobús que me llevaba al aeropuerto aquel día, mi retina grabó una ciudad en lucha continua por elevarse, siempre mirándose en cada charco de agua, borrosa y borrada bajo una fina capa de lluvia que no terminaba de caer, que se suspendía rebelde en el aire. Pero, sobre todo, retuvo una ciudad cadenciosa: en sus ruidos, en sus obras y en sus palabras.

Ahora, incluía otros sonidos y otras miradas. Y no me acostumbraba a escuchar cómo se hablaba en otros idiomas y a ver cómo los turistas intentaban captar el pálpito de la villa en sus cámaras. Una ciudad a veces demasiado clásica, a veces demasiado orgullosa, pero siempre calma. Incluso bajo la tormenta más violenta, cuando sus habitantes sólo se paraban a observar el torrente de lágrimas celestes durante unos minutos para después, paraguas en mano, reiniciar la marcha, aunque las calles se inundaran y las alcantarillas no fueran capaces de tragar la tristeza infinita de las nubes.

Sentada en aquella cafetería tan minimalista, me arrobaban las charlas entre amigos sobre el tranvía, el museo y la “obra maestra” que se cimentaba bajo nuestros ojos. Me ruborizaba pensar que sólo unos pocos años antes, esos mismos amigos hablaban de otras preocupaciones: de regulaciones de expedientes, de cierres inmediatos y de crisis perpetuas. Frank Gehry y Norman Foster se habían convertido en los nuevos patrones vigilados por la estatua impertérrita de don Diego López de Haro.

Me asustó un poco tanta embriaguez de modernidad y modernismo porque tenía miedo de que Bilbao perdiera su identidad bajo el rojo, el blanco y el negro de sus nuevos logotipos. Pero también me di cuenta de que no ocurriría mientras vivieran abuelos como los que se sentaban en la mesa de al lado. "Las ciudades las hacen las máquinas que hacen los hombres, que son quienes hacen las ciudades". Y pensé en Diego, que lo tenía todo: el nombre, la ciudad, la profesión y el encanto empañado.

Oí su voz y me asusté. Pensé que estaba realmente mucho peor de lo que quería reconocer. Porque, además, no era una conversación que él y yo hubiéramos tenido, no era un recuerdo. Hablaba de lo mismo que yo estaba pensando, hablaba de la ciudad y de los cambios. Como si me estuviera contestando. Y, de repente, su risa solapada con otras. Giré mi cabeza porque ya no lo soportaba más. Aunque estaba convencida de que no lo iba a encontrar allí, tras de mí, por mucho que distinguiera la mezcla de su perfume y de su piel entre todos los olores del café.

Pero sí estaba. Como una maldita casualidad, aunque en el fondo aquella situación no era ni maldita ni casual, era el centro de su cuadrilla de amigos. Y de amigas, claro.Me volví de inmediato a mi posición original, esforzándome por dejar de temblar, por respirar con normalidad. Pero no había modo alguno, y mi café se había terminado y no servían en las mesas y ya no oía nada más que el latir agitado de mi corazón… Y sólo olía a él, y sólo sentía el tacto de sus manos haciéndome cosquillas tras las orejas… Y quería moverme, y girar la silla, y levantarme, y correr hacia él, y saludarle, y besarle, y tocarle, y besarle más, y abrazarle como si fuera mi único modo de salvarme, como si con ello nos salváramos y salváramos al mundo.

Y entonces lo hice. Me moví, me giré, me levanté… Y me marché, mientras sus amigos lo guiaban a la mesa que se quedaba libre y yo me escabullía entre la gente, presa del pánico y desarmada. Sin dejar de mirar de soslayo cómo se sentaba en el mismo sitio en que lo hice yo, sin sospechar que acababa de estar allí, sin ni siquiera reconocer mi perfume en los pañuelos.

Claro, que tampoco me fui muy lejos. Cobarde y cotilla. El centro comercial tenía más cafeterías.Me quedé en la segunda planta, al lado de las escaleras mecánicas para verle descender y contar en su espalda vestida los surcos de su torso desnudo. Y pensé, de nuevo, que estaba fatal. Y me corregí, y me dije que fatal no, que enamorada tal vez, pero que lo que pasaba era que estaba sola, que aún era mucho peor.

No había quedado con Izaro ni con nadie, pero apareció de repente. No sé como pudo saber que estaba allí. Se presentó con la más encantadora de sus sonrisas y disparó.
−Y bien, ¿cómo lo encontraste? −no sé cómo lo supo.
−¿Guapo? −le respondí cínica −. ¿Te vale así?
−No, pero es igual. Está arriba, ¿verdad?
−¿Cómo coño lo sabes?
−Soy un cabrón con suerte e intuición, además de otras cosas de las que no presumo ante las señoritas, sino que dejo que descubran −sacó un fortuna mentolado de su cajetilla de tabaco, siempre tan hortera, se lo puso sobre los labios, lo encendió y, súbitamente, cambió el semblante−. Tenemos amigos comunes. Viene al cine.
Amigos comunes?”. Aquello burlaba cualquier esquina de mi imaginación. Cogí el periódico y eché un ojo a la cartelera.
−’Million dollar baby'

10 comentarios:

Gonzalo dijo...

Joer con los estragos de mediados de febrero. Estamos buenos, ¿eh?

mc clellan dijo...

Pues a decir verdad este texto está escrito más o menos en el invierno de hace dos años...

Sellers dijo...

Sube los 229 escalones de San Juan de Gaztelugatxe, toca la campana tres veces y pide el deseo... quizás entonces reconozca el perfume cuando se vuelva a sentar en tu mesa.

mc clellan dijo...

¿Para qué? Esas cosas no se piden. Sólo se imaginan. La realidad es mucho más pragmática. Es mejor así. A San Juan de Gaztelugatxe hay que subir por otras razones. Es un lugar demasiado bonito, demasiado salvaje.

Gonzalo dijo...

Lo de escarbar en los discos duros está bien. Por lo menos, espero que no te pase como a mí, que he publicado varias veces el mismo texto en el blog.

yein dijo...

Jo! Si es que al final parece que todos somos la misma persona porque pasamos por las mismas circunsatancias y en algún que otro momento hemos actuado igual.
Que la vida da muchas vueltas, nunca se sabe (yo estoy en la fase de la esperanza es lo último que se pierde)
Besito guapa!

Bambu dijo...

Yo tengo una curiosidad, conseguiste hablar con él en algún momento?

mc clellan dijo...

Es un cuento, bambú. No hay una historia real detrás. No es una hoja de ningún diario personal. Más o menos es lo que cuenta yein: miles de historias condensadas en una. De lo que cuentan, de lo que ves, de lo que oyes, de lo que imaginas...

Bambu dijo...

Vaya, pues es un cuento de lo más realista.

Anónimo dijo...

Bambu, sé que muchas de las historias narradas son ciertas.
Lo que pasa es que es dificil decir las cosas a la cara...sobretodo, cuando uno sabe que no se cumplirán jamás!

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