19 febrero 2011

Regálame el mar...

... Y si no puedes, una piscina olímpica.


Hace menos de un año tenía miedo al agua. No podía siquiera meter la cabeza del todo en una bañera. Ni hablábamos entonces de una piscina. Hoy puedo decir que he aprendido a nadar. Aún me queda camino, pero ya no me asusta abrir las ojos para mirar el suelo y ver cómo salen burbujas de mí nariz. E incluso se me hace corto el tiempo que estoy en ella, atenta a todos los movimientos de mis brazos y mis piernas.

Es una sensación diferente, me estimula y me relaja a partes igual. Supongo que las endorfinas tendrán algo que ver. Puedo decir que hasta me siento protegida por ese agua que acolcha todos los sonidos y sólo me hace partícipe de los que yo produzco, pero que suena tan lejanos como si los soñara. Tengo además mucha suerte porque en mí piscina el techo y los ventanales dejan pasar la luz natural y los rayos de sol... Y entonces sí que parezco estar en otro lugar.

A veces pienso si será así como se sienten los bebés en el útero materno. No tengo ni idea, aunque si fuera de este modo, no me extraña que algunos no quieran salir. Yo misma, de hecho, nací por cesárea... Siempre he sido algo remolona, además de friolera. Y creo que aquel siete de marzo llovía...

Aprender a nadar es como aprender a vivir. Por lo menos cuando tienes cierta edad. Al principio vas con tanto miedo que eres incapaz de coordinar los movimientos y se te olvida respirar. Así, como lo cuento, sacas la cabeza que parece que vas a comerte el aire con cuchillo y tenedor... Y sólo has estado quince segundos bajo el agua. Luego te enganchas. Y aunque te cuesta te gusta, porque vas conquistando ese sitio desconocido. Hasta que llega un día en que ni piensas qué haces y tu cuerpo es casi autónomo. Ese día no ves el borde de la piscina, te topas con él y piensas: "¡Qué corta es!".

1 comentario:

Gonzalo dijo...

http://www.flickr.com/photos/gonzalodelasheras/5315692969/

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