13 septiembre 2011

Mi primer día de colegio

Acabo de oír en la radio a un experto que decía que hace unos años se entrevistó con mayores de varios pueblos. Apenas recordaban nada, pero sí había algo que se les había quedado en la memoria: su primera maestra, o su primer día de clase, o sus aventuras en los recreos. Esta semana es la primera de colegio para muchos niños que jamás habían pisado antes un aula. Seguramente no la olvidarán nunca. Es más, seguramente se la recordarán muy a menudo: a veces entre risas, otras entre lágrimas. Pero siempre con cariño y emoción.

Mi primer colegio y el patio donde jugábamos en el recreo

Yo no tengo una imagen muy nítida de mi primer día de clase. Me cuentan que llovía (ajá, cuando septiembre era septiembre y no agosto aquí en el norte), que llevé mi 'superparaguas' (rojo, con estampado paisley en azul y ¿amarillo?; todavía está por casa), y que tanto me gustó entrar que lo primero que hice fue tirar ese trasto y ponerme a jugar... De lo que sí me acuerdo claramente es de dos de mis profesoras: la de párvulos, con quien estuve dos años, y la de primero de EGB (descubriendo mi edad, ale). 

La primera se llamaba Marilis, tenía el pelo corto y gris, gafas de pasta rosa transparente, era alta y delgada, con cierta edad (¿cincuenta?) y conducía un dos caballos negro y berenjena. No era ni muy cariñosa ni muy divertida. Es más, que yo sepa era bastante seria y tenía poca paciencia (o eso me parecía a mí). Nos obligaba a echarnos la siesta (yo hacía más de un año que de eso nones ni en casa...), y si nos portábamos mal nos castigaba a veces de malos modos: hubo quien recibió algún sopapo y quien fue atado a la silla por nervioso. Sin embargo, no nos sentíamos torturados, vaya. 

También pasábamos buenos momentos, como el 'rayón-cero', que era pintar rápidamente una lámina saliéndote a posta de las rayas que delimitaban el dibujo. O los conciertos, que era cuando aprendíamos una canción y la interpretábamos a coro. Y a mí me gustaba especialmente el momento del ábaco y del xilófono. Luego ni cuentas ni música se me han dado bien. Qué cosas... Por supuesto, el día de cumpleaños de algún compañero era la fiesta padre: nos repartía tres caramelos a cada uno y yo me moría por los de anís y los de menta.

La segunda profesora de la que hablo es Caridad. Nos daba primero de EGB y era un amor. Joven, morena, guapa, siempre llevaba los labios pintados de algún color fuerte, como el grosella. Nos trataba con mucho cariño y pese a ello la teníamos mucho respeto. Nos enseñó a leer -aunque yo ya sabía-, nos dio nuestras primeras notas, y con ella hicimos los primeros trabajos manuales: hacer un dibujo y rellenarlo con legumbres en vez de con pintura, recoger hojas de árboles secas para hacer un libro con ellas, coser en cartulina... Y si la memoria no me engaña también hicimos nuestra primera excursión, aunque no sé dónde. 

Yo creo que tengo tan buen recuerdo de ese curso porque éramos apenas diez críos (ya habíamos perdido a uno compañero que se mudó de pueblo, David B., conocido en párvulos por ser el que mejor pintaba) y porque hice mi primera mejor amiga: Elena. Curiosamente también tuve mi primera pelea ese año y fue con ella: le arañé la cara aunque no le dejé marca. Al año siguiente ella se fue a vivir a otro sitio y perdimos todo contacto. También en el curso siguiente cambiamos de colegio: dejamos las escuelas viejas, hoy Centro Cultural Lasaga Larreta, y nos trasladamos a las nuevas, un poco más lejos y de color amarillo y blanco, como un huevo frito.

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