11 abril 2005

La uve de tu cuello (y 3)

Su padre estaba llorando. Dejaba correr las lágrimas entre los surcos de sus arrugas. Y al fondo de sus ojos, una sonrisa tranquila apaciguaba la compasión de quien lo veía. Su gesto era sereno, como el de Diego, pero destilaba una tristeza infinita. Ambos eran como dos gotas de agua. Allí, sentados uno al lado del otro, mirándose frente a frente, eran la representación de un espejo mágico que borrase la edad o permitiera ver la madurez futura de un rostro. Durante algún tiempo, Diego tampoco quiso aceptar este parecido y se buscaba en los gestos de su madre. Analizaba uno a uno los movimientos, sus guiños y sus manías… pero no obtenía lo que esperaba. Lo quisiera o no, su padre estaba en él.

Y lo único que le acercaba a ella era el color de sus ojos, verde oscuro, y su carácter, balsámico. Cuando sentía que algo sobrepasaba su capacidad para soportarlo, Diego se refugiaba en las manos de su madre. Desde que nació hasta ahora, cada día que la realidad podía con él, buscaba aquellos dedos que revoloteaban por su pelo para calmar la ansiedad. Y cuando ocurría lo contrario, se acercaba a su madre, le cerraba los ojos con dos besos en los párpados y, luego, le pedía que posara para él. Y así, el mundo se convertía en un negativo.

Diego vivió la separación de sus padres como si fuera una película. Ni el maestro del suspense hubiera creado más expectación en el alegato final del acusado. Cuando regresó de Bergen, su padre lo esperaba en el aeropuerto, como habían quedado. Quería aterrizar en todos los sentidos. Fue un encuentro extraño. Lo encontró distinto y, sobre todo, feliz. El timbre de su voz revelaba que ya no había un nudo en su garganta a punto da ahogarle la voz, que no había prisa por hablar porque no estaba ahí la espada de Damocles. También lo vio de mejor aspecto, incluso había dejado el rancio estilo clásico por uno más moderno, de ‘gentlemen’, que diría su madre. Parecía más joven y el brillo desconocido en la mirada lo confirmaba.

Su padre se había enamorado. Se lo dijo así, a bocajarro, mientras Diego intentaba deglutir el bocado del ‘pan amb tomaquet’ que había pedido. Pero no le dio opción a una respuesta. Tomó un sorbo de café y le descerrajó la historia. Dolió. Diego tuvo que aceptar que quien esperaba a su padre todas las noches en casa no era su madre, ni siquiera era una mujer. Y él tuvo que aceptar que su hijo no sonriera, ni le diera un abrazo, que se negara a conocer a su pareja. “Por lo menos, de momento”. Aún así, colocaron la primera piedra de la construcción y quedaron para seguir poniendo ladrillos una o dos veces por semana.

Hoy era la culminación de esos trabajos. Se abrazaron cansados antes de que fuera la hora de cerrar el ataúd para llevarlo al crematorio. Diego susurró al oído de su padre.
­−¿Crees que sería un buen momento para conocer a Pablo?
−Nos espera en el coche…

3 comentarios:

Munchausen dijo...

Ahí va la hostia, con perdón. Sigue, sigue, que estoy enganchado.

Anónimo dijo...

Un buen golpe de efecto. Sin embargo, me hubiera gustado que siguieras la historia un poco más. Ya ves. Me ha sabido a poco (en cantidad, digo).
Musu bat

mc clellan dijo...

Mmmm, las valijas sirven para esto. Tal vez lo retome... Me lo pensaré. Lo prometo. Un beso y gracias...

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