07 mayo 2005

Cafeinómada (2)

Bilbao le sonreía espléndida desde aquella ventana del vehículo. María miraba por la luna con la avidez que mostraban los niños ante el mostrador de una pastelería y su corazón se embriagaba de viejos recuerdos. Durante su época de instituto, abandonó el Eixample muchos fines de semana por Indautxu y su amiga Erika. Ahora, se le agolpaban en la sien las canciones de Silvio Rodríguez y Platero, el ‘Kaixo’ de Urtz y el himno del Athletic los sábados en San Mamés. La universidad y Albert cortaron el hilo de Ariadna de su laberinto vasco. Luego, cuando ya no hubo Albert, se acomodó en los bares de Gracia. Las cartas con Erika se espaciaron y la última vez que la vio fue en su boda con Iñigo. Ahora esperaban una niña para dentro de un par de meses y María iba a ser la madrina.

El autobús del aeropuerto entraba a la ciudad por uno de los accesos más bellos. A un lado, el Guggenheim recibía a los visitantes con la piel brillante bajo el sol de mayo. Al otro, el puente de Calatrava mostraba su esqueleto y jugaba al escondite con el paisaje de postal que lo rodeaba. Al fondo, la Alameda Recalde se extendía como una alfombra perfecta y estampada hasta besarse con la plaza Moyua. Desde el puente de La Salve, Bilbao parecía una maqueta de arquitectura: milimétricamente estudiada y absolutamente perfecta.

No viajaba con mucho equipaje: tan sólo una maleta roja con ruedas de tamaño mediano y su bandolera. Su primera parada ya la tenía concertada: un buen desayuno, como los de cada domingo en casa de Erika. Su madre bajaba a buscar los bollos del New York y hacía chocolate con las tabletas de Elgorriaga. Esta vez, cambiaría el reconstituyente cacao por un buen café con leche… A su edad ya nadie podría prohibirle el placer… Pero no el cruasán. Al bajar del autocar casi se lleva por delante a un hombre que la miró molesto por su falta de cuidado. Iba impoluto, con su traje oscuro, su camisa azul clarito y su corbata a juego. Entonces, María se dio cuenta de que era lunes, un lunes cualquiera para una ciudad cualquiera. Y que los locales estarían llenos de gente de paso, reponiendo fuerzas para ir a trabajar.

Enfiló la Gran Vía dejando a su espalda Moyua cuajada de flores y sorprendentemente luminosa. Le pareció que las baldosas de la plaza eran ladrones de luz, pero no dijo nada. Al fin y al cabo, allí estaba la Subdelegación de Gobierno y sus guardianes, siempre armados y vigilantes. ¡Qué no habrían visto ellos! El Carlton, con todo su encanto restaurado y su nobleza recuperada, exhibía orgulloso como carta de presentación dos Mercedes esperando a sus dueños en la puerta.

Y la gran avenida le devolvió una postal que ella no recordaba. De calle tranquila y reconquistada por el peatón. Los árboles de uno y otro lado se abrazaban en el centro. Sus ramas se acariciaban dulcemente mientras los rayos de sol se colaban tímidamente entre el follaje para hacer brillar algún que otro portal de forja o lo pomos de las pesadas puertas de madera del siglo pasado. Los balcones de los majestuosos edificios, además, volvían sus rostros sobre la calle, con las contraventanas abiertas y las cortinas blancas y livianas para no oscurecer salones y habitaciones. En los bajos, tiendas de ropa y complementos a punto de abrir. El imperio Inditex presidía casi todas las lonjas y uniformaba escaparates y ciudadanos locos por el ‘pret-a-porter de baratillo’. Todo muy ‘fashion’ muy blanco y muy minimalista.

Apenas quedaban ya restos de los comercios de toda la vida. Tan sólo una librería a punto de cerrar que esculpía en su escaparate el mayor número posible de títulos y la zapatería de siempre, siempre a la última. Acercó su nariz a la vitrina y echó un vistazo: mirando aquel calzado, parecía haber regresado a una época anterior. Pensó que tal vez, si se volvía rápido, vería algún Simca 1000 aparcado a un lado de la carretera u oiría el ruido inconfundible del motor de un 127. Pero tras de ella, lo único que sintió fue el rumor de gente que iba a trabajar y un rojo autobús en dirección a San Ignacio. También se le pasó por la cabeza que, a lo mejor, si miraba sus pies vería las ‘sabrinas’ rosas de su madre que de vez en cuando le robaba para ponérselas por casa. Pero al bajar la vista, su pies vestían unas bailarinas multicolor de Mustang. “Muy ‘mod’”, se dijo. Se rió y continuó en dirección a Abando.

(to be continued)

12 comentarios:

mc clellan dijo...

Lo prometido es deuda. Chaus

Sellers dijo...

vaya oda a bilbao!!! si lo llega a saber ´spok´ te mete de vicelehendakari. esta muy bien mc clellan. se me ha abierto el apetito con el new york

Sellers dijo...
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Sellers dijo...
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Munchausen dijo...

Ñam ñam.

Unknown dijo...

Uhmmmm, ¡Quiero un bollo!

mc clellan dijo...

Uff, no sé si voy a servir como camarera... Espero no tirar la bandeja.

Anónimo dijo...

La vicelehendakaritza está bastante disputada, pero tienes bien merecido un puesto en promoción turística. Espero redescubrir algún día Bilbao de esta manera.
Por lo demás, me quedo con los tres comentarios borrados de más arriba (y no son míos, que conste). Y es que tiene su dificultad encontrar las palabras exactas para definir tanto arte. Después de esto, me declaro cafeinómano perdido.
Un besote.

Sellers dijo...

los tres comentarios borrados son mios, que le di cuatro veces sin querer a la tecla de publicar y salio repetido el mismo :S

mc clellan dijo...

Vaya, hombre, con lo bonito que le había quedado a luís... :P

gonzalvo dijo...

Ya con el post anterior iba dejando pedacitos de corazón a modo de miguitas de pan para no perderme entre tantos recuerdos. De Bilbao me encantan muchas cosas, es una pena porque hace tiempo que no voy y porque los motivos que me llevaban a ir se esfumaron. Me encantaba tomar pintxos (o caldo) en el Okela, tomar café en el Carlton o en el Ercilla (aunque nos gustaba encontrar rincones nuevos cada vez) y comprar libros en TopBooks después de haber disfrutado de alguna infusión o del bizcocho casero. Me gustaba desenvolverme solo por sus calles , o con el coche, o con ella

Me gusta Bilbo porque es ciudad cálida y amiga.

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