15 octubre 2006

Mujeres sin nombre

(Al matrimonio Hamlin,
Magazine de La Vanguardia, 15 de octubre de 2006)

Hasta que él apareció, era una mujer sin nombre. Una mujer gris con miedo a mirarse a los ojos. Vivía en un lugar donde sólo había mujeres, más mayores y más jóvenes, en una choza hecha con adobe, piedra y maderas. Por el tejado se colaba el sol y la lluvia a partes iguales. En su cama no había descanso.
Se sorprendió de que alguien se atreviera a abrir la puerta de su casa. Le miró con cara de susto. Detrás de él había otra mujer. Recordaba su rostro. Ella también había vivido allí. Fue su vecina durante un par de años, pero hacía mucho que no la veía. Las otras mujeres habían dicho que una noche vinieron a buscarla y se la llevaron. Lloró. Era su amiga.
Le preguntó cuánto tiempo llevaba allí. No supo contestar. Cuando llegó, los cafeteros estaban recién plantados… Y la de este año sería la séptima u octava cosecha. Se sentía avergonzada. Intentó taparse con la manta hasta la barbilla y ocultar, también, el sucio jergón. “No te preocupes. Entiende”, le dijo su amiga. Pero agarró la manta con más fuerza.
Alguna vez había oído hablar de él. De gente como él, que visitaba poblados como el suyo. Le habían contado que eran buenos. Que te hablaban. Te daban la mano. Y no ponían caras raras cuando te levantabas de la cama. Decían que podían ayudarte, que aquello no era un castigo, sino una enfermedad… ¡con cura! Siempre se los imaginó vestidos con ropas blancas.
Sin embargo, él usaba pantalones azules y camisa de cuadros. Y sus pies estaban ocultos en unas gruesas botas marrones. “Vengo a ayudarte”, le dijo. Y le tendió la mano. Su amiga sonrió. Nunca le había visto aquellos dientes tan blancos. “¡Qué bonitos!”, pensó. Y entonces le miró su vestido: era de muchos colores. También le acercó su mano.
Estaba temblando. Su amiga se aproximó y le tocó la cara. “No tengas miedo. Me ayudó a mí y ahora viene a por ti”, susurró. Era verdad lo que contaban, entonces. Él dio un paso. Y luego otros dos. Y dos más hasta que llegó al colchón. Se sentó y le acarició el pelo. Ella sacó su mano y le cogió el brazo. Entonces, él le agarró de los hombros y la ayudó a levantarse.
Fuera les esperaba un coche. Tardarían unas horas en llegar a la capital. La arroparon con una manta limpia y se durmió en el hombro de su amiga. Cuando volvió a abrir sus enormes ojos negros, estaba en la cama de un hospital, sobre sábanas que olían bien y rodeada de gente vestida de blanco. Como los había visto en sueños tantas veces.
Dos semanas después de aquello, el hombre que la vino a buscar le dio un paquete. “Ábrelo”, le pidió. Ella obedeció. Sus manos desdoblaron rápidamente el papel brillante, con las ganas con que lo hace un niño el día de su cumpleaños. Al fin y al cabo, ella no era tan grande. Tenía 23 años. Era un vestido amarillo mostaza. “¡Que suave”, se pasó la tela por la cara. Olía bien, a perfume. Lo desdobló lentamente, con miedo a que se pudiera romper.
Cuando salió del hospital, llevaba puesto el traje. Ya nadie la miraría mal, como le pasó después del parto. Se pasó casi diez días con dolores y el bebé murió entre sus piernas. Días más tarde, descubrió que todas las mañanas se levantaba mojada. Su marido la devolvió a su familia. Y su hermano la llevó al poblado donde conoció a su amiga, la única que había tenido y que la esperaba a la puerta con una pequeño espejo como regalo.

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