Vivimos en las ciudades y pensamos que las llevamos por fuera, pero no. Van por dentro, como una camiseta interior. Y uno olvida enseguida que están ahí, hasta que, de repente, le asaltan con su luz, sus olores y su ruido.
Las ciudades y las personas son personajes que se mimetizan, crupieres en un juego de espejos infinito. Se quieren y se necesitan. Dependen unos de otros. Y el día que te das cuenta de esto, ya no puedes llamar ciudad al espacio en que vives y que te vive. Ese día, la ciudad que has bautizado como tuya se convierte en nostalgia. Aunque sigamos en ella, hemos perdido el control.
Ella es quien nos tiene, nos posee y nos domina. Nos ha atrapado. Y el día en que huyamos, quedará sola, desierta, huérfana de nosotros. Y nosotros nos iremos pesados, plomizos, mojados en deseo y vacíos, como quedan las casas cuando se queman.
Las ciudades y las personas son personajes que se mimetizan, crupieres en un juego de espejos infinito. Se quieren y se necesitan. Dependen unos de otros. Y el día que te das cuenta de esto, ya no puedes llamar ciudad al espacio en que vives y que te vive. Ese día, la ciudad que has bautizado como tuya se convierte en nostalgia. Aunque sigamos en ella, hemos perdido el control.
Ella es quien nos tiene, nos posee y nos domina. Nos ha atrapado. Y el día en que huyamos, quedará sola, desierta, huérfana de nosotros. Y nosotros nos iremos pesados, plomizos, mojados en deseo y vacíos, como quedan las casas cuando se queman.
4 comentarios:
Mi descripción favorita de una ciudad, de 'Tiempo de Silencio' (Luis Martín Santos):
Hay ciudades tan descabaladas, tan faltas de sustancia histórica, tan traídas y llevadas por gobernantes arbitrarios, tan caprichosamente edificadas en desiertos, tan parcamente pobladas por una continuidad aprehensible de familias, tan lejanas de un mar o de un río, tan ostentosas en el reparto de su menguada pobreza, tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos, tan ingenuamente contentas de sí mismas al modo de las mozas quinceñas, tan globalmente adquiridas para el prestigio de una dinastía, tan dotadas de tesoros —por otra parte— que puedan ser olvidados los no realizados a su tiempo, tan proyectadas sin pasión pero con concupiscencia hacia el futuro, tan desasidas de una auténtica nobleza, tan pobladas de un pueblo achulapado, tan heroicas en ocasiones sin que se sepa a ciencia cierta por qué sino de un modo elemental y físico como el del campesino joven que de un salto cruza el río, tan embriagadas de sí mismas aunque en verdad el licor de que están ahítas no tenga nada de embriagador, tan insospechadamente en otro tiempo prepotentes sobre capitales extranjeras dotadas de dos catedrales y de varias colegiatas mayores y de varios palacios encantados —un palacio encantado al menos para cada siglo—, tan incapaces para hablar su idioma con la recta entonación llana que le dan los pueblos situados hacia el norte a doscientos kilómetros de ella, tan sorprendidas por la llegada de un oro que puede convertirse en piedra pero que tal vez se convierta en carrozas y troncos de caballos con gualdrapas doradas sobre fondo negro, tan carentes de una auténtica judería, tan llenas de hombres serios cuando son importantes y simpáticos cuando no son importantes, tan vueltas de espalda a toda naturaleza —por lo menos hasta que en otro sitio se inventaron el tren eléctrico y la telesilla—, tan agitadas por tribunales eclesiásticos con relajación al brazo secular, tan poco visitadas por individuos auténticos de raza nórdica, tan abundantes de torpes teólogos y faltas de excelentes místicos, tan llenas de tonadilleras y de autores de comedias de costumbres, de comedias de enredo, de comedias de capa y espada, de comedias de café, de comedias de punto de honor, de comedias de linda tapada, de comedias de bajo coturno, de comedias de salón francés, de comedias de café no de comedia dell'arte, tan abufaradas de autobuses de dos pisos que echan humo cuanto más negro mejor sobre aceras donde va la gente con gabardina los días de sol frío, que no tienen catedral.
Es curiosos porque mientras vives en tu ciudad no te das cuenta de lo importante que es el lugar al que pertences hasta que no estas fuera.
"Hay ciudades (...) tan favorecidas por un cielo espléndido que hace olvidar casi todos sus defectos". Leo esta frase y veo la Praça do Comercio desde el Castelo.
Las ciudades son esa otra piel que nos hace.
No podemos escapar de ellas sin sentir la nostalgia adherida a los tobillos...
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