(Apuntes de una historia de 'Callejeros')
Carmela se pinta las uñas de rojo siempre. Aunque vista con chándal y deportivas de sky. En su imaginario de lo sexy, este color es “lo más”. Por eso, a veces también lleva las bragas rojas. “Cuando me levanto con ganas de mirarme en el espejo”, dice. Tiene 28 años y le alquila la habitación en la que vive “a un tal José”. También es vecino del barrio y cada día pasa a buscar los seis euros que le pertenecen. “Así es más fácil pagar”, confiesa ella.
El cuarto es oscuro, da a un patio que no ha visto la pintura en 30 años y cuyo fondo parece más un vertedero que una terraza. “Vivía una vieja que cogía basura. Se murió el año pasado”, informa aséptica. No hay cuadros en las paredes, ni fotos sobre la mesilla, ni siquiera un triste despertador. Nada que lo haga parecer un hogar. A la vida Carmela la espera en la calle. Y cuando llueve, bajo el dintel del portal.
Fuma sin parar. “Fortuna, que es más barato”. Cuando no le da, se compra Ducados cuyo humo vomita ahogada por la tos. Pero lo que no le falta en los cajones del armario es la heroína. “Me la meto por la nariz desde hace 14 años”, confiesa sin pudor. Y al tiempo da una profunda calada a su enésimo cigarrillo del día. “Yo lo que quiero es un trabajo y quitarme de aquí”. Carmela hace la calle de diez a diez “como mínimo”.
Tiene pareja, cuatro hijos a cargo de los servicios sociales y uno de camino. “Estoy de cuatro meses”, y lo repite: “No se nota mucho, pero estoy de cuatro meses”. Lo hace como si tratara de convencerse. Su cuerpo castigado muestra una incipiente barriga que uno no sabe bien si atribuir a los hábitos poco saludables de Carmela o a un embarazo real. Sobre todo porque la mujer tampoco se contiene de beber alcohol.
No recuerda la cara de sus pequeños. Aunque se lamenta de no poder criarlos. “Están en Cantabria”. Antes, Carmela vivía en Santander y sabe muy bien dónde está la Cuesta del Hospital y qué se hace allí. Su novio anterior, padre de alguno de los niños, todavía merodea por la zona con la navaja con que intentó rajarla el cuello una noche. “Era de esas grandes y me la puso aquí”, recuerda la joven. El pulso le tembló aquella vez. Otras, sin embargo, sí acertó a clavársela: “Tengo una cicatriz en el muslo”, dice. Una línea torcida y gruesa le da la razón. Doce centímetros de memoria.
Sus clientes se reparten entre “conocidos” e “hijos de puta”, pero le ayudan a pagar sus gastos. En comida no emplea mucho. Y la cerveza se la trae un amigo, Ricardo. La conoció en la calle, y en la calle le acompaña casi a diario. “A veces echamos un polvo. Pero le pago, ¿eh?”, revela él. Lo hace para “ayudarle”, dice. No se droga, “sólo algún porro”, aunque ha estado en la cárcel varias veces “por el hachís”. Sin embargo, jura que no roba y se gana la vida vendiendo pañuelos en algún semáforo por las mañanas.
Además, cobra una pensión por incapacidad. De joven, una máquina le cortó dos dedos de la mano izquierda. Entonces, todavía estaba casado y cenaba caliente todas las noches. Luego, se le rompió el sueño y su mujer le dejó, cansada de que se le enfriara la comida esperando a que llegara del bar. No tuvieron hijos y hoy Ricardo llora por ellos si se le pregunta. Él también quiere salir de las callejuelas estrechas, jalonadas de edificios con miradores de madera.
Carmela enjuga sus lágrimas con sus dedos ásperos y gruesos. Le da un abrazo amplio y sincero. Aunque su pareja esté a unos metros y no le haga mucha gracia. Si por él fuera, ella no haría la calle. Pero tampoco hace nada para evitarlo. No trabaja y ni siquiera intenta buscar algo. Tiene bastante con sostenerse en pie, después del chute de heroína que se acaba de pinchar.
“Yo la quiero. No soy su chulo”, admite. Pero no le duelen prendas al reconocer que esto es lo que hay y que si Carmela quiere irse, él no va a acompañarla. “Estoy bien aquí”, dice con un lienzo sucio bajo el brazo. En algún tiempo fue pintor y vendía sus cuadros en una respetable galería del centro. Hoy el pulso tembloroso no le permite ni encenderse un cigarrillo a la primera. “¿A dónde voy?”.
4 comentarios:
Anoche estuve en casa de Crapúscula -no muy lejos de allí-. Cuando llegamos estaba terminando. Estábamos los dos miserablemente escandalizados con lo de los veinte euros.
Sí, a mí también me pareció un precio pornográfico. Aunque lo que más me impresionó fue el precio de la habitación. De todos modos, esta semana ha sido la semana del barrio...
Yo suelo ver ese programa de vez en cuando y me sobrecoje mucho.
Muestra una parte de la sociedad que no queremos ver o,quizá, nos queda un poco lejos..., sin embargo, no está tan lejos como pensamos.
Emotiva crónica, la tuya..., sobre todo el final.
Es uno de esos programas que merecen la pena y que me reconfortan con la profesión periodística, la verdad. Gracias por lo de emotiva, pero el mérito es, en gran medida, de 'Callejeros' y de sus protagonistas, cuyas historias apenas necesitan adornos.
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