27 noviembre 2009

Cantares

Tengo más de una entrada pendiente, pero ésta no era una de ellas. Escribo movida y conmovida por la añoranza. Hoy escucho un programa hecho desde la ciudad en que crecí. Y oyéndolo rememoro aquellos espacios de mi niñez. Algunos han cambiado poco: mantienen su esencia e, incluso, sus telarañas. Otros, en cambio, sí lo han hecho, para bien. Y ya no sé si por dentro serán como yo los recuerdo, aunque sus habitantes sí lo sean. Es lo que pasa con Los Avellanos. Yo me quedé en la parte de su historia en que era una taberna. Hoy es un restaurante con estrella Michelin.

Cosas como éstas son las que me hacen pensar que el tiempo ha pasado. No sé si veloz o no. Pero sí han caído hojas en el calendario, a veces de una manera tan discreta que casi ha resultado imperceptible. En moda, cuando un diseñador depura la línea de sus creaciones se dice que vuelve a los básicos. En el terreno de la melancolía podríamos decir que yo también quiero hacerlo. He salido, he visto, he vivido y, en el fondo, quiero volver, aunque no al mismo, ni en el mismo punto.

Luego lo pienso bien y me echo atrás. Puede que sólo sea un arrebato, pero hoy me araña el corazón la morriña y me gustaría pasear por las calles de mi niñez, véase, por ejemplo, Consolación; visitar el teatro que se hizo verdad cuando ya no estaba, Concha Espina; sentarme en los bancos del parque, Barquín; subirme al autobús que me llevaba a casa como muy tarde a las 20.00 horas, García; entrar en mi instituto, Gutiérrez Aragón; rebuscar en los fondos de la biblioteca, Gabino Teira; tomarme un café en la mesa de al lado de la ventana, Garufa; disfrutar de una cerveza, calle del Limbo...


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