29 octubre 2011

La lista de Antonio

Antonio no puede dormir. Lleva varios días así. No para de darle vueltas a un asunto. Su mujer se da cuenta, pero no pregunta demasiado. Las cosas en el trabajo no andan bien. No hacen falta más detalles. Lleva siete años en la misma empresa y tres como encargado. Desde que aceptó el puesto le han ido creciendo las ojeras y adelgazándole los carrillos. 

Empezó como un obrero raso de mantenimiento. En el taller los compañeros le recibieron con los brazos abiertos. Y los más veteranos le enseñaron sus trucos. En siete años, además, se han desnudado y vestido juntos más de un millón de veces, se han visto las cicatrices y distinguen sus cojeras. También se han mirado a los ojos. Cuando las cosas iban bien y ganaban algo en la quiniela. Y cuando iban mal y los médicos no daban con la razón. 

Hace un año y medio un fantasma se hizo un hueco entre todos. El volumen de trabajo se estancaba y en las vacaciones ya no se contrataban sustitutos. Fue el primer síntoma de que algo no iba muy bien. Todos pensaron que sería una medida de precaución. Las nóminas seguía ingresándose sin retrasos y los clientes pagando con más o menos puntualidad. A su alrededor, conocidos, amigos, familiares comenzaron a tener problemas serios y muchos acabaron en el paro. 

El país empezaba a sentir los zarpazos certeros de la crisis. Se reducían gastos superfluos. Se revestían fachadas con ladrillos más baratos... Pero los ascensores y las escaleras mecánicas continuaban usándose y manteniéndose. Así lo demostraba el registro de encargos. Lo que sí subían era la gasolina y los materiales. Y lo que también se retrasaban eran los pagos. Sobre todo los de las administraciones.

Hace una semana el departamento de personal llamó a Antonio a su despacho. Se temió lo peor, pero se quedó corto. Aquel hombre de corbata y rostro falsamente amable le tendió la mano, le invitó a sentarse y comenzó a hablar. Las cosas no iban bien, no se cobraban los trabajos, pero sí había que pagar las facturas... La empresa necesitaba reducir gastos. Y después de un plan de ajuste en otros ámbitos no quedaba más remedio que 'tocar' la plantilla. 

Cuando Antonio pensó que le iba a dar su carta de despido, el jefe de recursos humanos deslizó ante sí una lista de nombres. "Hay doce personas con una antigüedad superior a los quince años. Seis de ellos se verán afectados por un expediente de regulación de empleo", le espetó. Él le miró confundido. "Tienes que darnos esos seis nombres". "Pero no puedo, para mí son todos iguales. Son mis compañeros", respondió aturdido. "Yo tengo tres hijos y ninguno es igual", le espetó el directivo invitándole a irse. "En quince días hablamos de nuevo", le despidió. Y cerró la puerta.

Antonio no puede pegar ojo desde aquel día. Ni reírse. Ni mirar a los ojos a esas doce personas que están en el filo de la navaja. Los conoce bien. Sabe de sus problemas y sus preocupaciones. Le queda una semana y el reloj no se detiene. Alguien hoy ha hablado de organizar una cena por Navidad. Antonio ha tenido que ir al baño a vomitar.

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