03 octubre 2006

Givenchy

Aquella mujer tenía las manos anchas, como si estuvieran permanentemente hinchadas. Eran unas manos como de hombre, ásperas y de uñas anchas y cortas. Los dedos, deformados por la artrosis, parecían las ramas de un árbol. Daban un poco de miedo porque uno tenía la sensación de que se habían peleado entre sí y por eso no eran capaces de alinearse. Miré su cara despacio y su gesto me devolvió una sonrisa serena. Tenía muchas arrugas, sobre todo alrededor de la boca y de los ojos. Parecía que se hubiera reído mucho antes. Tenía la piel curtida por el sol, sin duda, eso la hacía más vieja aún. Y, además, la edad se había encargado de estamparle por el cuerpo manchas béis.

Le toqué la frente. Estaba fría. Debía haber muerto hacía horas… Su marido se la encontró así después de ir a la cocina a por un vaso de agua. No supo bien que hacer, se la llevó a la cama, la amortajó como pudo y se quedó velándola hasta que un vecino le fue a buscar para dar una vuelta. Ahora, estaba en la esquina de la habitación, con los ojos fijos en mí, pero sin verme. No lloraba. Simplemente, no era capaz de hacer nada. Entre sus manos, apretaba con fuerza un frasco translúcido cuyo diseño daba pistas de que tenía, tal vez, más de veinte años. Era la colonia de su mujer y se la había echado. Olía fuerte y dulce. Probablemente fuera de Givenchy, no soporto esta marca. Sin embargo el aroma del perfume no había borrado el rastro de otro más penetrante: el de la lejía. Me recordó otro tiempo… cuando era niña.

Entonces pasaba los veranos con mi abuela en el pueblo. Se había quedado viuda de joven, poco después de que naciera mi madre. A mi abuelo lo mataron en la guerra y no supimos nunca donde lo enterraron. En aquella época, yo no tendría más de ocho años, mi abuela se movía ligera, no le temblaba el pulso y me llamaba por el nombre. Me gustaba estar con ella. Todo era una fiesta. Incluso fregar la cocina y quitarse aquel olor penetrante a lejía de la piel. El truco era restregarse limón. “Mano de santo”, decía, y luego se rociaba de colonia. Olía parecido. Cuando se murió -de repente, en la butaca de la cocina, hace apenas unos días-, yo también la eché su perfume.

2 comentarios:

Gonzalo dijo...

Otro cuento oloroso:

http://gdelasheras.blogspot.com/2006/10/el-olor-de-la-vejez.html

Tomás Ortiz dijo...

Me ha gustado mucho la historia, es muy emotiva y sincera. Enhorabuena.

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