En el centro de la ciudad, a sólo unos pasos de la calle de las compras, hay una iglesia neogótica que cobija a cuatro figuras que nada tienen que ver con los perfumes de Chanel y Dior de los escaparates cercanos. Son cuatro habituales de los fines de semana. Cuatro personajes que encuentran en la puerta del templo, de piedra blanca y ladrillo visto, un buen lugar de trabajo. Llegan, se acomodan y esperan a que alguna moneda les caiga en la mano, la caja o la bandeja. En sus ojos se pueden leer historias de esas que arañan la piel. No hacen falta palabras para saber que sus vidas recorren círculos concéntricos.
La más anciana tendrá unos setenta años, mal llevados. Apenas mide un metro y medio, y cojea ligeramente de la pierna izquierda. Un velo blanquecino le impide ver correctamente, y en su bisbiseo continuo -seguramente reza- deja al descubierto sus encías rosadas y sin dientes. Se sienta en una silla plegable que tendrá más de veinte años, a juzgar por su diseño y el gastadísimo estampado de la lona. Cuando hace frío, se parapeta entre cartones.
Va de negro de los pies a la cabeza. Aunque cubre su cabello largo y grisáceo con un pañuelo de lana color arena. Pide con el brazo encogido y al echarle una moneda, el samaritano descubre sus dedos deformados por la artrosis y su piel curtida y gruesa. Cuando nota el tacto del metal, la vieja alza la vista, sonríe y da las gracias con voz débil y cascada. Se guarda el dinero en una bolsa que esconde bajo el delantal y sobre el vientre.
A su lado, una gitana de cara redonda y tez morena cruza los brazos, dejando una bandejita azul siempre por delante. Espera paciente el ruido seco de una moneda al caer en ella. Pero no sucede con frecuencia. Tiene un aspecto aseado y está más de diez kilos por encima de su peso. Probablemente tiene hijos, aunque por su rostro sea demasiado joven como para tener varios. No habla apenas. Y tampoco se mueve. Se apoya de un modo hierático en la columna interior del pórtico, de cara a la otra acera, pero en realidad no mira a los viandantes que pasean por ella, ni a la cristalera de la cafetería que hay justo en frente.
Es uno de esos locales donde el jazz lo envuelve todo y los clientes se sientan en amplios sofás de piel a leer la prensa. Está algo de moda los fines de semana. La gente descansa allí de su maratón consumista y hay ocasiones en que desde fuera se ven más bolsas del Zara y del Friday's Project que caras. La gitana sobre todo escucha: el ruido de la calle, los pasos de la gente, los rezos de los fieles... Y no dice nada. Tal vez si lo hiciera, los demás se darían cuenta de que es rumana y que no lleva tanto en la ciudad como para comprender la conversación al pie de la letra.
Quien le habla continuamente es otra mujer: morena, de pelo largo y muy cerca de la cuarentena. Tiene una voz grave y ajada por el tabaco. Cada vez que suspira exhala una bocanada de aire con olor a seis de la mañana en un 'after hour'. Y da igual si son las doce del mediodía o las cuatro de la tarde. Vista desde el otro lado, parece que, en verdad, esté esperando a alguien allí. Lleva rímel en las pestañas, pero poco. Y fuma. Mucho. No para. Cada media hora hurga su bolso beis en busca del tabaco y las cerillas.
Está nerviosa. O tal vez lo es. Pasea la acera de arriba a abajo. Y cuando algún coche deja libre un hueco, se le ven los pies desde el otro lado. Calza chanclas de playa aunque el día no acompañe. Y de pronto estalla de nuevo: las palabras le salen a borbotones por la boca y todo el mundo se da cuenta de que la mujer está loca. Y adelanta la mano cuando se acercan las señoras bien vestidas, que abren los monederos en busca de calderilla. Sin reparar demasiado en la esclava plateada que proyecta la luz desde la muñeca de la mujer, ni en sus anillos de bisutería, que adornan sus dedos largos y finos, rematados con unas uñas ligeramente largas y cuidadas.
Apenas algún viandante se fija en el cuarto miembro del grupo. Es un hombre joven, con camisa de cuadros y vaqueros oscuros. Se sienta en la acera con una caja de cartón a su derecha. No dice nada y ni levanta la vista de las baldosas. Se muerde las uñas compulsivamente. Sólo cambia de postura cuando la anciana le chista y le cuenta algo. O cuando se acaba la misa y la gente abre la puerta del templo. Entonces coge la caja y se levanta. Se pone a unos metros de la gitana, fija la vista en los adoquines y se muerde las uñas de nuevo.
Es el que menos recauda, aunque eso parece no importarle. En verdad, tiene un aire de que nada le preocupa. A veces la loca se lo echa en cara. Le aconseja que se mueva y que acerque la caja a los fieles. Pero él simplemente la mira, atiende y asiente. Rechaza también los cigarrillos que le tiende. Es un hombre gris e invisible, adosado a la propia fachada, como si el mismo Basterra ya hubiera pensado en él al diseñar la iglesia.
De pronto, suenan las campanas de bronce. Y sale una nueva lengua de creyentes, casi todos jubilados y vestidos con traje y corbata ellos, con pieles y perlas ellas. Se alejan con el rostro sereno de quien se sabe limpio por haber confesado sus pecados y por haber pedido piedad para los pobres. Al fondo también hay algún que otro vestido blanco. Estamos en mayo y hay comuniones.
La más anciana tendrá unos setenta años, mal llevados. Apenas mide un metro y medio, y cojea ligeramente de la pierna izquierda. Un velo blanquecino le impide ver correctamente, y en su bisbiseo continuo -seguramente reza- deja al descubierto sus encías rosadas y sin dientes. Se sienta en una silla plegable que tendrá más de veinte años, a juzgar por su diseño y el gastadísimo estampado de la lona. Cuando hace frío, se parapeta entre cartones.
Va de negro de los pies a la cabeza. Aunque cubre su cabello largo y grisáceo con un pañuelo de lana color arena. Pide con el brazo encogido y al echarle una moneda, el samaritano descubre sus dedos deformados por la artrosis y su piel curtida y gruesa. Cuando nota el tacto del metal, la vieja alza la vista, sonríe y da las gracias con voz débil y cascada. Se guarda el dinero en una bolsa que esconde bajo el delantal y sobre el vientre.
A su lado, una gitana de cara redonda y tez morena cruza los brazos, dejando una bandejita azul siempre por delante. Espera paciente el ruido seco de una moneda al caer en ella. Pero no sucede con frecuencia. Tiene un aspecto aseado y está más de diez kilos por encima de su peso. Probablemente tiene hijos, aunque por su rostro sea demasiado joven como para tener varios. No habla apenas. Y tampoco se mueve. Se apoya de un modo hierático en la columna interior del pórtico, de cara a la otra acera, pero en realidad no mira a los viandantes que pasean por ella, ni a la cristalera de la cafetería que hay justo en frente.
Es uno de esos locales donde el jazz lo envuelve todo y los clientes se sientan en amplios sofás de piel a leer la prensa. Está algo de moda los fines de semana. La gente descansa allí de su maratón consumista y hay ocasiones en que desde fuera se ven más bolsas del Zara y del Friday's Project que caras. La gitana sobre todo escucha: el ruido de la calle, los pasos de la gente, los rezos de los fieles... Y no dice nada. Tal vez si lo hiciera, los demás se darían cuenta de que es rumana y que no lleva tanto en la ciudad como para comprender la conversación al pie de la letra.
Quien le habla continuamente es otra mujer: morena, de pelo largo y muy cerca de la cuarentena. Tiene una voz grave y ajada por el tabaco. Cada vez que suspira exhala una bocanada de aire con olor a seis de la mañana en un 'after hour'. Y da igual si son las doce del mediodía o las cuatro de la tarde. Vista desde el otro lado, parece que, en verdad, esté esperando a alguien allí. Lleva rímel en las pestañas, pero poco. Y fuma. Mucho. No para. Cada media hora hurga su bolso beis en busca del tabaco y las cerillas.
Está nerviosa. O tal vez lo es. Pasea la acera de arriba a abajo. Y cuando algún coche deja libre un hueco, se le ven los pies desde el otro lado. Calza chanclas de playa aunque el día no acompañe. Y de pronto estalla de nuevo: las palabras le salen a borbotones por la boca y todo el mundo se da cuenta de que la mujer está loca. Y adelanta la mano cuando se acercan las señoras bien vestidas, que abren los monederos en busca de calderilla. Sin reparar demasiado en la esclava plateada que proyecta la luz desde la muñeca de la mujer, ni en sus anillos de bisutería, que adornan sus dedos largos y finos, rematados con unas uñas ligeramente largas y cuidadas.
Apenas algún viandante se fija en el cuarto miembro del grupo. Es un hombre joven, con camisa de cuadros y vaqueros oscuros. Se sienta en la acera con una caja de cartón a su derecha. No dice nada y ni levanta la vista de las baldosas. Se muerde las uñas compulsivamente. Sólo cambia de postura cuando la anciana le chista y le cuenta algo. O cuando se acaba la misa y la gente abre la puerta del templo. Entonces coge la caja y se levanta. Se pone a unos metros de la gitana, fija la vista en los adoquines y se muerde las uñas de nuevo.
Es el que menos recauda, aunque eso parece no importarle. En verdad, tiene un aire de que nada le preocupa. A veces la loca se lo echa en cara. Le aconseja que se mueva y que acerque la caja a los fieles. Pero él simplemente la mira, atiende y asiente. Rechaza también los cigarrillos que le tiende. Es un hombre gris e invisible, adosado a la propia fachada, como si el mismo Basterra ya hubiera pensado en él al diseñar la iglesia.
De pronto, suenan las campanas de bronce. Y sale una nueva lengua de creyentes, casi todos jubilados y vestidos con traje y corbata ellos, con pieles y perlas ellas. Se alejan con el rostro sereno de quien se sabe limpio por haber confesado sus pecados y por haber pedido piedad para los pobres. Al fondo también hay algún que otro vestido blanco. Estamos en mayo y hay comuniones.
5 comentarios:
Me gusta, aunque provoca una media sonrisa triste...
¡Vaya! Me halaga. ¿Sabes qué es lo más curioso? Que la estampa es real y que se puede observar cada fin de semana desde la cristalera de la cafetería. Sin duda, el personaje más impactante es el hombre: las mujeres parecen resignadas, él, abatido.
lado be..
un lado que cuesta mirar, y como bien dices, es tan real...impactante también es nuestra capacidad de aceptar y consentir que exista ese lado be...
Ya sé que es real. Lo sé porque me queda de camino a la Fnac desde casa, lo que me coloca en el lado a, supongo.
Sí, supongo que estamos en el lado a... Por lo menos, hasta la próxima curva.
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