09 septiembre 2012

A pedales

Explorar nuestros límites es una tarea difícil que a veces hace daño. Los físicos y mentales. Y amenudo los unos se acompañan de los otros como dos caras de una misma moneda. Este verano, en mis vacaciones, yo me he acercado a los primeros, en los que los segundos juegan un papel muy importante, y me siento más que satisfecha.

El reto era coger una bici de montaña y andar seis días por pistas (de las que pican hacia arriba, de las que lo hace hacia abajo y de las que no te meterías si te lo pensaras dos veces). En los días previos al viaje pensé que no sería capaz de alcanzar la meta. Durante los primeros kilómetros estaba tensa como la cuerda de una raqueta de Nadal. Pero a partir de subir el primer repecho me sentí poderosa.

No es que subiera como Purito Rodríguez la Bola del Mundo ayer, pero sí porque me di cuenta que las piernas pueden cansarse, pero lo que te lleva arriba es la mente, y ésa estaba en plena forma. Evidentemente, hubo kilómetros que hice a pie, andando al lado de la bici, y escalones en los que hubo que cargar con ella al hombro, pero para alguien que nunca había cogido una bici en el monte hasta este año, no está mal. Yo me lo digo todo, lo sé.

Más allá de todo esto, el viaje me dio la oportunidad de ver sitios maravillosos, pedalear por caminos que pensé que solo existían en fotos, escuchar de nuevo a la montaña, a sus bichos, a los ríos... Y nada más. Vi ardillas, gusanos y ratones (los ciervos se me resistieron, qué le vamos a hacer). Comí moras como cuando era niña y recordé plantas y arbustos que no había vuelto a ver desde mis veranos en el pueblo.

La ruta transcurría por el valle de Arán y los Pirineos occitanos. Otra vez en Francia, un lugar que me hace sentir como en casa. Fueron 230 kilómetros, a una media de siete horas al día (a ritmo paseo, que sí, que soy muy lenta), con sol, nubes y lluvia (aunque poca), y mucha felicidad. Durante esta experiencia no existió para mí nada más que el viaje y lo que lo rodeaba. Adiós asuntos pendientes. Y siento que renací de mis propias cenizas.

Todavía hoy, que ya ha pasado más de una semana desde que acabó la aventura, sueño con que me levanto y vuelvo a subirme a la bici para concluir una nueva etapa. Cuando me despierto me doy cuenta de la realidad, pero sonrío porque me acuerdo de las anécdotas o, simplemente, de algún paisaje.

Evidentemente también sufrí durante el viaje. Físicamente. Hubo momentos en que la cuesta no se acababa nunca, dolían las piernas y los brazos, daban miedo las bajadas, el suelo estaba duro al caer, las bardas pinchan aquí y en Francia, me acribillaron los mosquitos, me embarré hasta las cejas, el agua está fría, llegaba sin aliento a los descansillos, hacía calor... Pero si soy sincera, me daba igual dos minutos después de sentirlo.

Durante la travesía -que incluyó cuatro días para llegar y volver en moto- hubo tiempo para fotos. No con las réflex porque a ver quién carga con eso en la bici. Pero sí con la compacta, aparatejo con que también me he reconciliado en estas vacaciones. Aquí dejo algunas de esas instantáneas que me hacen sonreír con plenitud. ¡Viva Rusia!


Y para los que ven el post con un iPad o un móvil, aquí tienen la galería

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